Experiencias cercanas al dinero

Don Berrinche, personaje de la Editorial Bruguera dibujado por Peñarroya, resumía o aunaba gran cantidad de dicotómicas –y, en este caso literalmente dialécticas– características del tipo español, que diría Freud: pronto a la ira, andaba por ahí armado con un bastón/garrote y era a la vez temido y buscado para resolver problemas. Lo segundo yo creo que para hacer avanzar la trama. En una historia especialmente memorable –para mí– ayudaba, o creía ayudar a un arquetípico artista que se lo solicitaba; el artista –este sí–, poseía una sola faceta: sensibilidad, chalina, buhardilla y pobreza. La tesis y solución –discutible– de Don Berrinche a sus problemas se condensaba en una frase que podría ser cincelada en alabastro: Rodeado de mendrugos creará obras maestras. Al final, de forma inadvertida y a pesar de querer perjudicarle, nuestro ceñudo protagonista le enriquece de alguna manera y el pintor menesteroso alcanza el éxito. No vamos a buscarle lógica a un cuento moral. Recordemos que Berrinche busca la excelencia –eso sí, en otros– desde el convencimiento de que tal virtud exige un despojado entorno. ¿Tiene razón? Pues no. La historia del arte a veces va de la mano con los artistas, a veces no, pero siempre avanza engrasada con dinero y se desarrolla en sociedades opulentas. Nos consuela pensar que EL SAGRADO DON sale a la luz a pesar de (¡o gracias a!) las carencias y brilla más la obra magnífica en famélicos ámbitos como un niño/Dios en pesebre de paja. ¡Un Rimbaud! ¡Un Van Gogh! Conocí a Antoni Morillas en unas jornadas de diseño que, por motivos no que vienen al caso, dirigí en Oviedo. Maestro del packaging –que es como se llama al envoltorio y la farfolla con la que se tapan los productos– nos contó cómo había aumentado exponencialmente las ventas de un agua con gas sencillamente mintiendo en la etiqueta, elaborando una botella asimétrica y, sobre todo, inflando escandalosamente el precio del artículo. En la comida posterior a la ponencia me preguntó –en serio– dónde se podía atracar un yate en Avilés. Bien, vamos a ir atando las patas al pollo: ¿a cuento de qué viene esto? Pues a que, por motivos que tampoco vienen al caso, me encuentro viviendo en una mansión de un millón de euros al lado del mar y me ha atacado, por lo que parece, el síndrome de colaborador de El País: me cuesta muchísimo hablar de miserias y, como a ellos, solo me apetece tumbarme en el triclinio y describir lo broncíneo del Mediterráneo, lo delicioso de los nísperos y lo bello y apacible de… la mierda que sea. ¿Es el entorno tan poderoso como para moldear o asesinar carácter y talentos o el hálito –¡El hálito! ¡Estoy a punto de escribir Ítaca!–, que, al igual que la gloria en las flores, permanece en el tiempo? Walter Benjamin se suicidó en Portbou viendo que la maldad y la idiotez le rodeaban. Olvidó su propia teoría de que la historia no es simplemente una sucesión lineal de eventos, sino que está llena de tiempo mesiánico o de un ahora –un Jetztzeit– que permite la posibilidad de transformación y liberación. De momentos en que el fanatismo y la ignorancia se interrumpen y la redención es posible. En total, no creo que nadie –sobre todo, yo– cree obras maestras en ningún caso: ni rodeado de nazis o mendrugos, ni cubierto de oro por los Medici. Que ambos ambientes son circunstanciales e ilusorios. Y deberíamos sustraernos tanto a la tentación de la queja como a la –más fácil todavía– alabanza del poderoso. Y, por supuesto, al canto del propio ombligo –u ónfalo–. Juá.