Temporada de lluvias

Lluvia en el centro de León.

No para. Es un goteo constante. La tierra se moja una y otra vez sin dar espacio para la siembra. Y si la hubo ya, queda encharcada, como las patas inútiles de un caballo ahogándose en el lodo. No para de llover y llueve como si no hubiera mañana. Y ya es mayo en el norte del mundo y queremos sol y calor y alegría, pero llueve, llueve y hay que aceptarlo. Así que ponemos carpas y paraguas y sombreros y decidimos vivir contra el cielo que se abre sobre nuestras cabezas, a pesar de todo. 

Los fenómenos extremos ya están aquí: tierra cuarteada de calor contra la agonía del lodo insondable. Lo que toque cada vez, a muerte y sin respiro. El término medio se oculta de la naturaleza como lo desterramos de la vida política. Y así estamos.

Llueve y, sin embargo, salimos a la calle como si no importase. Bailamos ante el fin del mundo como si el espejo en el que nos miramos nos devolviese una imagen aparentemente amable. Y está bien, mientras haya música, hay que mover el cuerpo, sentirse vivo, aullar a la luna como los lobos que muchos desean ajusticiar y otros tratan de evitarlo con la campaña de fondolobo.org.

Llueve y, sin embargo, la pena se va desgajando del cuerpo siempre que encontramos unos ojos en los que encendernos y llenar así de color las gotas transparentes que manchan las ventanas de nuestra casa. Se va la angustia siempre que aceptemos que la vida no es como imaginamos: es como se muestra, de la mejor manera que puede hacerlo, en el momento exacto en el que nos lamentamos por lo que no nos da. Pero lo cierto es que siempre oculta algo valioso. Incluso en temporada de nubes y tormentas.

Llueve y, sin embargo, los trenes siguen avanzando si la luz les deja hacerlo, si los cables quedan en su lugar, si las catenarias no se frenan por ataques insospechados. 

Llueve, y sin embargo, los niños siguen creciendo sin tener una idea clara de qué significará cultivar, tal vez, plantas en sus ventanas o desconocer las ubres de las que mana la leche que beberán para llegar a viejos.

Llueve y, sin embargo, las pistas del último crimen permanecen ocultas porque, aunque sean claras ante nuestros ojos, su ejecutor no torcerá el brazo: tiene tanto que perder. La dignidad no, eso no le importa. Pierde, claro, privilegios, dinero, cámaras. Y la lluvia sigue como arrasó sus tierras, recordándonos que el lodo dejó bajo su tempestad a gente cuyo delito único fue vivir donde se había advertido que habría riadas letales.

Llueve y, sin embargo, los libros continúan en las estanterías esperando su turno a tus ojos. Siguen las imprentas apostando a la locura de saberse manoseadas algún día por lomos de otras manos. Solo los objetos tantas veces dados por muertos resucitan con tanta vehemencia. Y es hermoso, más aún cuando la lluvia repiquetea sobre los tejados húmedos de mayo.

Llueve y, sin embargo, las luces de las guirnaldas del verano ya se atisban a lo lejos. Con ellas, la música de las bandas sobre los prados, las bicicletas de niños que alegrarán esta tierra olvidada ni bien los suelten de las jaulas de sus urbes inhóspitas, los cielos llenos de estrellas en los que las Perseidas surcarán la noche de mitad de agosto y las identificaremos como lágrimas de San Lorenzo y sabremos, entonces, que esa lluvia se mezclaba, en realidad, con nuestra propia angustia. Y tenía solo con un fin: disolverla en el estío que soñamos cada año desde el oscuro invierno propio que todos y cada uno estamos obligados a transitar si queremos, otra vez, sentir el sol en la piel.

Etiquetas
stats
OSZAR »